Memorias de una familia rota: “Mi madre tenía esquizofrenia”

Lo que quiero decir

Recuerdos de un hogar destrozado

Cada vez que recuerdo las palabras de Sugawara no Michizane, “Si tu corazón está en el camino de la sinceridad, no necesitas rezar; la protección divina llegará naturalmente”, siento una ironía punzante. En mi infancia, no había “camino de la sinceridad” ni “protección divina”. Una noche de verano, cuando tenía 9 años, el aire en casa estaba cargado de tensión. Los gritos de mis padres resonaban, y yo, siendo solo un niño, me acurrucaba en un rincón, incapaz de hacer nada. De repente, mi padre exclamó: “¡Ya no puedo más! ¡Voy a llamar a la policía!” No sé si esas palabras eran para mí o para convencerse a sí mismo; aún hoy no lo entiendo.

Mi padre me ordenó subir al segundo piso, y el silencio se apoderó de la casa. Pasaron unos 20 minutos cuando escuché sirenas acercándose. Una ambulancia se detuvo frente a la casa. Espiando desde las escaleras, pensé: “No es un coche de policía, es una ambulancia. No es un crimen, mamá está enferma”. En ese momento, con mi mente infantil, lo comprendí todo: “Mi hogar ya no es normal”.

Mi madre tenía esquizofrenia. Hace más de 30 años, se le llamaba “enfermedad de la mente dividida”, un término que sonaba aterrador. A los 9 años, vi cómo la internaban a la fuerza. Presencié el colapso de mi familia. Seis meses después, cuando mi madre regresó tras una remisión, no pude alegrarme. En el fondo, deseaba que no volviera. Nunca lo dije en voz alta, pero ese pensamiento pesaba en mi pecho como una piedra.

El dolor de vivir con la esquizofrenia

La esquizofrenia no se “cura”, se “remite”. Aunque las alucinaciones de la fase positiva desaparecen, la fase negativa trae una falta de motivación que persiste. Durante la fase positiva, la casa era un caos, como un festival descontrolado. Intentar corregir las alucinaciones de mi madre era inútil, así que fingía que todo estaba bien. Pero la fase negativa, según dicen, es más dura para quien la padece y proyecta una sombra profunda sobre los demás. Yo sufrí ese impacto de lleno. En la escuela, forzaba una sonrisa; en casa, contenía el aliento. Para un niño, tener una madre que no es “normal” es un dolor insoportable.

Mi padre era un hombre típico de la era Showa, distante y torpe. Tal vez intentó hacer algo, pero no lo logró. Sus palabras, “Tu madre enloqueció por tu culpa”, aún resuenan en mis oídos. En ese entonces lo odié, pero ahora, siendo adulto, entiendo que él también estaba al límite. Aun así, no pude perdonarlo. Nuestra relación se enfrió hasta volverse irreparable.

La decisión de cortar lazos y las heridas del corazón

Al convertirme en adulto e integrarme a la sociedad, no logré reparar la relación con mis padres. Cada conversación me agotaba, me llenaba de resentimiento y perturbaba mi paz. Ver familias unidas me provocaba envidia y vacío. Un día, decidí: “No tengo que seguir viéndolos”. Corté todo contacto. Incluso deseé borrar sus rostros de mi vida, hasta el punto de querer desvincularme legalmente. Odiarlos era mi manera de protegerme, pero algo seguía atascado en mi interior.

Hace unos años, conocí el concepto de “lista de deseos” y decidí escribir la mía. Sin darme cuenta, incluí “perdonar a mis padres”. Aunque los había odiado y cortado lazos, esa emoción seguía ahí. Me di cuenta de que el odio me estaba lastimando. Culparlos era el eco de un deseo infantil no cumplido: ser reconocido. Resentí que la enfermedad de mi madre destruyera nuestra familia, pero quizás quienes más anhelaban la “normalidad” eran mis propios padres.

El derecho a buscar la felicidad

Me encanta la frase: “Las personas vivimos para ser felices”. Tiene un significado profundo. “Las personas” implica que todos, sin excepción, tenemos derecho a buscar la felicidad. “Para ser felices” nos da la libertad de perseguir nuestra propia versión de la felicidad. Y “vivimos” declara que cada día es una oportunidad para ejercer ese derecho. Esta frase me salvó.

Perdonar a mis padres no es fácil. Tal vez nunca lo consiga del todo. Pero al incluirlo en mi lista de deseos, mi corazón se sintió un poco más ligero. Comprendí que lo que me alejaba de la felicidad era mi necesidad de aprobación externa. Ni la enfermedad de mi madre ni las palabras de mi padre definen quién soy. Tengo derecho a buscar mi felicidad.

A quienes comparten este dolor

A quienes crecieron en familias disfuncionales, quiero decirles: sé que fue duro. Ver a tus padres desmoronarse es, para un niño, como ver el mundo colapsar. Cuando una enfermedad como la esquizofrenia destruye a una familia, todos salimos heridos. Pero, incluso con ese dolor, tenemos derecho a buscar la felicidad. No sé si podrás perdonar a tus padres, pero al menos perdónate a ti mismo. No dejes que el odio te ate. Dar un paso hacia tu propia felicidad es nuestra pequeña rebelión.

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